En mis andanzas por México conocí a un ser ensoñante.
Iba por los bares contando historias, se sentaba en las mesas y comenzaba a narrar.
No pedía permiso. Sus palabras atravesaban la barrera de la conveniencia.
Las primeras historias eran inquietantes y no desvelaba el final. Interrumpía el relato para pedir una “chela fresquita”. Era invitado por los que escuchaban y querían saber más.
Las historias que contaba tenían que ver con espíritus, apariciones de seres que desvelaban lo que iba a suceder, fantasmas que se vengaban de agravios sufridos en vida.
También contaba historias de infidelidades, con fugas de amantes.
Algunas eran sobre posibles negocios que se iban a abrir en la región.
Utilizaba el tono de secreto cuando hablaba de esto último.
Era como un portador de noticias, un narrador oral que no lo pretendía, un ser familiarizado con la intriga que generan los relatos, un ser apegado a la sonoridad de su verso.
El hombre consiguió hacerse con toda la cantina, al principio de mesa en mesa, luego cuando se había ganado a todos los clientes descolgaba la guitarra del bar y comenzaba una tanda de rancheras.
Aceptaba pedidos a cambio de 10 pesos.
Yo no podía creerlo, un hombre que entró de puntillas a un local y consiguió al final de la noche que todos bailaramos y cantaramos al son que nos proponía.
Cuando el local cerró, salí con él como imantado por su poder.
Le pregunté cual es era su oficio.
Y me dijo, en sigilo y mirándome con profundidad.
Soy Mentiroso profesional.